25 mar 2017

La primera gitana mártir en todo el mundo


La joven es alta, esbelta y de piel morena. Lleva el cabello negro recogido en un moño bien peinado y calza unas alpargatas. Sus ojos son grandes y negros. Las manos, carne agrietada de fabricar canastos. Cuando el 21 de junio de 1938, cayendo la tarde, llega en un camión a la cárcel de las Gachas Colorás en Almería, tiene 24 años y una niña creciendo dentro de la falda. Los primeros días ni siquiera hablará. Se acurrucará en una esquina, llorando. Su nombre es Emilia. No sabe leer ni escribir. Ni puede imaginar que, casi 80 años después, lo que le ocurra en esa cárcel hará historia. Emilia la Canastera, criada en las grutas de Tíjola, es la primera mujer de etnia gitana en todo el mundo a la que la Iglesia católica convertirá en mártir.
La desconocida historia de Emilia Fernández Rodríguez se esconde en la lista de 115 nombres que la diócesis de Almería lleva desde los años 90 promoviendo como candidatos a la beatificación por sufrir la persecución religiosa durante la Guerra Civil española. "Los mártires de Almería", los llaman. Son 95 sacerdotes y 20 laicos, todos asesinados o dejados morir entre 1936 y 1939. Esta semana, el Papa Francisco les ha dado su visto bueno y sólo queda que la propia diócesis organice una ceremonia. Detrás hay más de 20.000 páginas de investigación, con declaraciones de testigos y otras pruebas presentadas ante el Vaticano.
Un equipo de historiadores y expertos canónicos impulsado en Italia por la Pastoral Gitana de Milán y en España, en estos últimos años, por el delegado episcopal para las Causas de los Santos, José Juan Alarcón Ruiz, han realizado las pesquisas sobre Emilia. Los expertos han podido reconstruir sus últimos siete meses de vida en aquella cárcel, aunque no han dado con ninguna fotografía suya. De la gitana sólo existe una recreación, un cuadro a óleo que un pintor andaluz llamado J. Rubio donó a la diócesis. Muestra a Emilia en su celda, con la niña que alumbró sobre el suelo helador antes de morir enferma, y agarrando el rosario que le costó la vida.
Su tragedia empieza de recién casada. Emilia, segunda de tres hermanos, ha nacido en 1914 y se ha criado en las casas-gruta que los gitanos pueblan en la parte alta de Tíjola, a unos cien kilómetros de Almería ciudad. Cuando a los cuatro años la gripe se lleva por delante a medio centenar de niños del pueblo, Emilia sobrevive. Cuando a la familia le falta el pan, también. Sus padres le han enseñado el oficio: desde niña fabrica cestos de mimbre que después vende en el mercado de los sábados de Tíjola y en otros pueblos cercanos.
Emilia se casa cuando la guerra ya ha estallado también en la provincia de Almería, que desde la sublevación de Franco hasta el final de la contienda será territorio republicano. En Tíjola se cierra la iglesia. El ayuntamiento decreta un bando para expulsar a los gitanos. Van y vienen camiones con víveres, con combatientes, con heridos, con muertos. Como en toda España, en el pueblo se instala el miedo. Pero en febrero o marzo de 1938, suena el cante flamenco y el taconeo gitano en las cuevas. Emilia se casa con Juan Cortés, pariente suyo y un año menor, por el rito gitano. Pero la alegría les dura poco. Pronto los milicianos republicanos entran en el poblado en busca de hombres e interpelan a Juan. Él, como Emilia, observa la guerra como algo ajeno. No quiere ir al frente. Y ella hará lo posible por no separarse de su marido. Está embarazada.
Así que urden un plan, como Romeo y Julieta. Aunque en vez de una pócima para que la enamorada parezca muerta durante un tiempo, Emilia prepara un líquido azulado con cardenillo -la pátina venenosa que se forma sobre superficies cobrizas como la Estatua de la Libertad y que servía para sulfatar los campos- y le echa al enamorado unas gotas en los ojos. La trampa funciona: durante un tiempo, Juan queda ciego. Pero los milicianos regresan, comprueban que el joven ve perfectamente y se llevan a la pareja. Él ingresa en el Ingenio, una antigua azucarera mutada en cárcel. A ella, por ayudarlo, la trasladan a las Gachas Colorás.
Llamaban así a esta cárcel de mujeres porque en la zona hubo una taberna cuyo plato más frecuente era esta pasta de cereales con caldo de pimentón. Pero no fueron gachas colorás lo que Emilia comió en la cárcel. Su compañera de prisión María de los Ángeles Roda Díaz ha dejado testimonio de cómo transcurrían los días entre aquellas paredes: por las mañanas recibían "agua sucia"(café) y un pedazo de pan; al mediodía, "lentejas con gusanos, habas cocidas con sus cáscaras y una torta de arroz cocido"; de cena, pan y agua.
"Allí dentro todas nosotras estábamos más bien delgadas y desnutridas, pues el alimento que nos daban era apenas suficiente para vivir. A la gitana le daban la misma ración que a las demás, sin tener en consideración que llevaba un hijo en el seno. Algunas de nosotras en las comidas le pasábamos algo de los víveres que nos traían las familias. Lo mejor que nos llegaba de casa era para ella".

Atardecer en la cárcel de mujeres

En aquel cuadrilátero de 60 metros por 60, dos plantas y hombres armados hasta en el patio, Emilia se entera de que un juez la ha condenado a seis años entre rejas. Allí conviven por entonces unas 40 reclusas que, al atardecer, lloran, cantan y rezan. Emilia, que no habla con nadie y que, cuando habla, suelta expresiones en caló incomprensibles para sus compañeras, empieza a abrirse con una chica de su misma edad que se compadece de ella, Dolores del Olmo Serrano. Tras algunas tardes, la gitana pide a Lola que le enseñe a rezar y a hacerse correctamente la señal de la cruz. Emilia -"una persona muy buena, humilde y religiosa", una mujer "fascinante", cuenta Ángeles- aprende el padrenuestro, el avemaría y el Gloria, aunque no acierta a memorizar las letanías en latín y sólo repite "Ora pro nobis"(ruega por nosotros).
Los días pasan con la niña creciendo en su vientre, hasta que la suerte de Emilia se tuerce del todo. La directora de la cárcel, Pilar Salmerón Martínez, se entera de que la joven gitana ha aprendido a rezar el rosario y llama a Emilia para que delate a su catequista. A cambio le ofrece varias recompensas: la alimentará mejor, intercederá por su libertad, intentará sacar a Juan de prisión. Pero Emilia decide callar. Nunca delató a Lola. Su castigo: una celda de aislamiento. Aquí empieza el martirio que reconoce la Iglesia.
El invierno llega en aquella celda solitaria y la salud de la joven se resiente. Emilia pide al gobernador civil que la liberen por su embarazo y su delicado estado; no recibe respuesta. El 13 de enero, a las dos de la madrugada, en la estera de esparto sobre la que duerme, la Canastera da a luz con la sola ayuda de varias reclusas que logran entrar en aquel agujero. El milagro es una niña, que Lola bautiza esa tarde como Ángeles. Por la noche, madre e hija son trasladadas al hospital. Las graves hemorragias de Emilia no impiden que cuatro días después ambas regresen a la misma celda. Y Emilia empeora. El 25 de enero, una carroza de caballos lleva su cuerpo casi sin vida al hospital. La hermosa gitana se está muriendo. Aquella mañana, a las nueve y media, respiró por última vez. El certificado médico señala una infección fruto del parto, añadida a un cuadro de bronconeumonía.
"La Iglesia no considera mártir sólo a aquel que fue asesinado por vivir su fe, sino a quien, como Emilia, fue castigada dejándola morir", subraya José Juan Alarcón.
El religioso sonríe estos días: está viendo cumplido un sueño que empezó en 1995, cuando arrancó el proceso de canonización de los "mártires de Almería". Con ellos ya serán por encima de un millar los españoles beatificados por su persecución y muerte durante la Guerra Civil. Hay más iniciativas en marcha, desde que Juan Pablo II abriera el camino que cerró Pablo VI para no interferir en la Transición. La Iglesia española calcula hasta 7.000 mártires...
¿Y qué fue de Emilia? Su sepultura figura en el libro de ingresos del cementerio municipal de Almería. Sus restos fueron arrojados a una fosa común, sin nombre. ¿Y Juan? Salió libre cuando las tropas nacionales llegaron a Almería. Se volvió a casar, con la hermana pequeña de la Canastera, Isabel. Ambos han muerto y no constan hijos.

¿Y aquella niña que vino al mundo en una celda? "No hemos encontrado nada", dice Alarcón. Se sabe que figura como acogida en "los establecimientos benéficos de la Diputación almeriense". Se sospecha que fue dada en adopción, quizá a una familia republicana. Pero nunca se supo más de su paradero. Probablemente le dieran otro nombre, distinto al de Ángeles Cortés Fernández. Aquella niña debería tener hoy 77 años y, si vive, lo más seguro es que desconozca que este martes el Papa estampó su firma bajo el nombre de su verdadera madre, la primera calé mártir.

Emilia la Canastera pasará a la historia como la primera mujer gitana declarada mártir en todo el mundo. Emilia Fernández Rodríguez nació en 1914 en Tíjola (Almería) y se crió en sus humildes cuevas, donde no aprendió a leer ni a escribir, aunque sus padres le enseñaron el arte de hacer canastas, que vendía para poder subsistir. Tras casarse con un hombre de su etnia por el ceremonial gitano, su marido fue llamado a filas por el bando republicano, a lo que el matrimonio se negó, por lo que ambos fueron detenidos. Ella ingresó en la cárcel almeriense de Gachas Colorás, y fue condenada a seis años de prisión. En la cárcel, ya embarazada, pidió a sus catequistas que le enseñaran a rezar, y cuando le pidieron que delatara a quienes lo habían hecho, se negó a hacerlo, por lo que fue aislada y abandonada en una celda, donde, sobre un jergón de esparto, desatendida, parió una niña, que su catequista bautizó con el nombre de Ángela. La falta de cuidados tras el parto la llevaron finalmente a la muerte, sin denunciar a quien le había enseñado a rezar el rosario. Fue enterrada en una fosa común del cementerio de Almería, aunque sus restos no han podido ser identificados.

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