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Marieke Vervoort cumplió 37 años hace tres meses, pero ya sabe dónde quiere que lancen sus cenizas cuando muera. Tiene un rostro juvenil, el cabello corto y rubio y la risa fácil. Tiene dos medallas olímpicas, un perro llamado Zen del que apenas se separa y una figura de un Buda que le inspira paz. También la mitad inferior del cuerpo paralizado, una visión reducida al 20%, dolores que le impiden dormir durante largas noches y un papel con su firma que autoriza a un médico a ponerle una inyección para acabar con su vida cuando lo desee. Pero eso aún es cuestión de unos años. Su cuerpo dirá cuántos. Antes tiene una misión para la que se prepara concienzudamente seis días a la semana: quiere volver a colgarse una medalla en los Juegos Paralímpicos de Río representando a su país, Bélgica
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