Primero fueron modestas aldeas con casas de adobe, y Luego, poblados amurallados. Por fin, hacia 3500 a.c., surgieron en Mesopotamia ciudades de miles de habitantes, con grandes templos y un poder central
En el II milenio a.C., los habitantes de Babilonia recordaban una época anterior en la que sus antepasados habían vivido de modo muy distinto al suyo. «No se había construido ningún templo, / No había brotado ningún junco… / no se había construido ninguna casa, no se había creado ninguna ciudad… / el mundo era un marjal y un cañaveral…», decía un poema en honor del dios Marduk. Fue justamente la aparición de esta divinidad la que cambió la situación creando la primera ciudad de la historia: «Entonces Marduk construyó Uruk, él creó Eanna».
La leyenda babilónica puede verse como el reflejo de un hecho fundamental de la historia de la humanidad: el surgimiento en Mesopotamia de las primeras ciudades propiamente dichas. Desde luego, este fenómeno no fue obra de un dios, ni tampoco se produjo de forma repentina, como sugiere el poema. Al contrario, lo que los historiadores denominan a veces «revolución urbana» constituyó un proceso gradual que, aunque alcanzó su punto de cristalización en Mesopotamia, se inició anteriormente en diversos puntos a lo largo del Próximo Oriente, desde el Levante hasta Irán. Allí fueron surgiendo poblados de dimensiones cada vez más considerables, basados en la producción agrícola, a menudo defendidos con murallas y con prácticas religiosas complejas. Según algunos historiadores, Jericó, Çatal Hüyük o tal vez Eridu habrían sido las primeras ciudades de la historia, aunque la definición de lo que es una ciudad sigue siendo hoy en día tema de controversia entre los arqueólogos.
La leyenda babilónica puede verse como el reflejo de un hecho fundamental de la historia de la humanidad: el surgimiento en Mesopotamia de las primeras ciudades propiamente dichas. Desde luego, este fenómeno no fue obra de un dios, ni tampoco se produjo de forma repentina, como sugiere el poema. Al contrario, lo que los historiadores denominan a veces «revolución urbana» constituyó un proceso gradual que, aunque alcanzó su punto de cristalización en Mesopotamia, se inició anteriormente en diversos puntos a lo largo del Próximo Oriente, desde el Levante hasta Irán. Allí fueron surgiendo poblados de dimensiones cada vez más considerables, basados en la producción agrícola, a menudo defendidos con murallas y con prácticas religiosas complejas. Según algunos historiadores, Jericó, Çatal Hüyük o tal vez Eridu habrían sido las primeras ciudades de la historia, aunque la definición de lo que es una ciudad sigue siendo hoy en día tema de controversia entre los arqueólogos.
Las murallas de Jericó
Los primeros pasos en el proceso de urbanización se registran en el área de la actual Siria y Palestina. Allí, entre 12000 y
7500 a.C., grupos de cazadores-recolectores abandonaron por primera vez su modo de vida itinerante, el único que había conocido la humanidad durante el largo período del Paleolítico, para instalarse en pequeños poblados en los que se desarrolló una economía agrícola y ganadera, característica del Neolítico. Las casas, a menudo redondas, tomaron la forma de cabañas semienterradas. También se observan enterramientos individuales y colectivos que sugieren que el sentimiento religioso de los habitantes de estas aldeas estaba relacionado con un sentido de pertenencia a un lugar.
El ejemplo más impresionante de los asentamientos de este período se encuentra en Tell es-Sultan, en el valle del Jordán. Desde la década de 1950, la arqueóloga británica Kathleen Kenyon excavó el yacimiento y lo identificó con Jericó, la primera ciudad de Palestina que conquistaron los israelitas tras abandonar Egipto, según el relato del Antiguo Testamento. Éste cuenta que Josué, el sucesor de Moisés, sometió la urbe a asedio y que sus murallas fueron derribadas al son de las trompetas. Este episodio se situaría históricamente entre 1400 y 1260 a.C., pero el yacimiento estudiado por Kenyon y arqueólogos posteriores –en particular, la misión italiana de la Universidad de Roma-La Sapienza– posee niveles mucho más antiguos, que se remontan al VIII milenio a.C.
Para entonces, Jericó constituía un enclave densamente poblado, con casas circulares de ladrillos de adobe hechos a mano. Además, contaba con una muralla de piedra y una torre circular de nueve metros de altura, una obra que presupone el trabajo colectivo de toda la comunidad. Cabe destacar asimismo el hallazgo de unos impactantes cráneos humanos, con el rostro cubierto de arcilla moldeada y las cuencas de los ojos rellenadas con conchas; un indicio de que los habitantes de Jericó practicaban ritos funerarios y, por tanto, tenían una preocupación profunda por el Más Allá, algo común en otras regiones del Levante.
¿Es la Jericó del VIII milenio a.C. la primera ciudad de la historia, como sostuvo Kathleen Kenyon? Hoy día se piensa que no sería correcto considerarla como tal. Su tamaño era modesto –cuatro hectáreas de superficie– y ni siquiera parece que sus no más de 2.000 habitantes practicaran la agricultura, sino que dependían para su subsistencia de la caza y la recolección, aunque en cambio consta que se dedicaban al comercio. Su sociedad, en fin, tampoco estaba jerarquizada, pues no se han documentado palacios ni templos.
7500 a.C., grupos de cazadores-recolectores abandonaron por primera vez su modo de vida itinerante, el único que había conocido la humanidad durante el largo período del Paleolítico, para instalarse en pequeños poblados en los que se desarrolló una economía agrícola y ganadera, característica del Neolítico. Las casas, a menudo redondas, tomaron la forma de cabañas semienterradas. También se observan enterramientos individuales y colectivos que sugieren que el sentimiento religioso de los habitantes de estas aldeas estaba relacionado con un sentido de pertenencia a un lugar.
El ejemplo más impresionante de los asentamientos de este período se encuentra en Tell es-Sultan, en el valle del Jordán. Desde la década de 1950, la arqueóloga británica Kathleen Kenyon excavó el yacimiento y lo identificó con Jericó, la primera ciudad de Palestina que conquistaron los israelitas tras abandonar Egipto, según el relato del Antiguo Testamento. Éste cuenta que Josué, el sucesor de Moisés, sometió la urbe a asedio y que sus murallas fueron derribadas al son de las trompetas. Este episodio se situaría históricamente entre 1400 y 1260 a.C., pero el yacimiento estudiado por Kenyon y arqueólogos posteriores –en particular, la misión italiana de la Universidad de Roma-La Sapienza– posee niveles mucho más antiguos, que se remontan al VIII milenio a.C.
Para entonces, Jericó constituía un enclave densamente poblado, con casas circulares de ladrillos de adobe hechos a mano. Además, contaba con una muralla de piedra y una torre circular de nueve metros de altura, una obra que presupone el trabajo colectivo de toda la comunidad. Cabe destacar asimismo el hallazgo de unos impactantes cráneos humanos, con el rostro cubierto de arcilla moldeada y las cuencas de los ojos rellenadas con conchas; un indicio de que los habitantes de Jericó practicaban ritos funerarios y, por tanto, tenían una preocupación profunda por el Más Allá, algo común en otras regiones del Levante.
¿Es la Jericó del VIII milenio a.C. la primera ciudad de la historia, como sostuvo Kathleen Kenyon? Hoy día se piensa que no sería correcto considerarla como tal. Su tamaño era modesto –cuatro hectáreas de superficie– y ni siquiera parece que sus no más de 2.000 habitantes practicaran la agricultura, sino que dependían para su subsistencia de la caza y la recolección, aunque en cambio consta que se dedicaban al comercio. Su sociedad, en fin, tampoco estaba jerarquizada, pues no se han documentado palacios ni templos.
El misterio de Çatal Hüyük
En el período que va de 7500 a 6000 a.C. aproximadamente, las experiencias de urbanización se ampliaron notablemente, alcanzando no sólo el Levante, sino también Turquía, Mesopotamia e Irán. Las dimensiones de los núcleos habitados también aumentaron, como se aprecia en el yacimiento más destacado de este período, Çatal Hüyük, en el centro de la actual Turquía, descubierto por James Mellart en la década de 1950. Se trata de un impresionante poblamiento, de 13 hectáreas de superficie, el triple de Jericó, y se calcula que albergaba entre 5.000 y 7.000 habitantes. Las casas eran rectangulares y bastante estandarizadas, y estaban adosadas unas a otras. Los habitantes de Çatal Hüyük fabricaban cerámica y su economía era diversificada, con la agricultura como base principal.
Con todo, el aspecto más llamativo de Çatal Hüyük es el de sus prácticas religiosas. Por un lado, se han encontrado enterramientos cuidadosamente dispuestos bajo el suelo de las casas, indicio de una preocupación por los difuntos, como ya ocurría en Jericó. Además, parece que había edificios específicamente dedicados al culto. Se ha observado que las paredes de algunas viviendas estaban decoradas con grupos de cabezas de animales como toros, jabalíes, buitres y comadrejas, elaboradas a partir de sus cráneos, así como con pinturas murales de gran interés, en las que se adivinan formas de manos, toros, ciervos, jabalíes, onagros, lobos, osos y leones; hay una especialmente interesante en la que se aprecian unos buitres devorando unos cuerpos humanos, algunos de ellos decapitados. Igualmente sorprendente es el hallazgo de estatuillas femeninas y símbolos de fecundidad como un pecho modelado, lo que ha sugerido la existencia de un culto a la «diosa madre». Pese a ello, no es seguro que esas casas de Çatal Hüyük fueran «santuarios» ni que hubiera una clase de «sacerdotes»; más bien se trata de un culto doméstico.
Sin duda, Çatal Hüyük representa un salto cualitativo respecto a los asentamientos precedentes, pero cabe señalar que aún carece de los rasgos que nos permitirían definirlo como una ciudad. El dato más elocuente al respecto es que en un momento dado el núcleo fue abandonado por sus habitantes y en su lugar surgieron pequeños poblados en la llanura circundante, como si Çatal Hüyük hubiera alcanzado el máximo crecimiento posible con los recursos disponibles. Como escribe Charles Redman, Çatal Hüyük fue «un prematuro destello de esplendor y complejidad que tuvo lugar con mil años de antelación».
Con todo, el aspecto más llamativo de Çatal Hüyük es el de sus prácticas religiosas. Por un lado, se han encontrado enterramientos cuidadosamente dispuestos bajo el suelo de las casas, indicio de una preocupación por los difuntos, como ya ocurría en Jericó. Además, parece que había edificios específicamente dedicados al culto. Se ha observado que las paredes de algunas viviendas estaban decoradas con grupos de cabezas de animales como toros, jabalíes, buitres y comadrejas, elaboradas a partir de sus cráneos, así como con pinturas murales de gran interés, en las que se adivinan formas de manos, toros, ciervos, jabalíes, onagros, lobos, osos y leones; hay una especialmente interesante en la que se aprecian unos buitres devorando unos cuerpos humanos, algunos de ellos decapitados. Igualmente sorprendente es el hallazgo de estatuillas femeninas y símbolos de fecundidad como un pecho modelado, lo que ha sugerido la existencia de un culto a la «diosa madre». Pese a ello, no es seguro que esas casas de Çatal Hüyük fueran «santuarios» ni que hubiera una clase de «sacerdotes»; más bien se trata de un culto doméstico.
Sin duda, Çatal Hüyük representa un salto cualitativo respecto a los asentamientos precedentes, pero cabe señalar que aún carece de los rasgos que nos permitirían definirlo como una ciudad. El dato más elocuente al respecto es que en un momento dado el núcleo fue abandonado por sus habitantes y en su lugar surgieron pequeños poblados en la llanura circundante, como si Çatal Hüyük hubiera alcanzado el máximo crecimiento posible con los recursos disponibles. Como escribe Charles Redman, Çatal Hüyük fue «un prematuro destello de esplendor y complejidad que tuvo lugar con mil años de antelación».
La llanura mesopotámica
El salto hacia la urbanización no se produciría en Levante ni en Anatolia, sino en las tierras situadas entre el Tigris y el Éufrates. Entre los milenios VI y V a.C., grupos de agricultores y ganaderos abandonaron las estribaciones montañosas en torno a Mesopotamia, como los Zagros, para instalarse en la llanura. En estas fértiles tierras aluviales se desarrolló una economía agraria de gran rentabilidad, que tuvo como requisito una organización social capaz de crear un complejo sistema de canales de riego y de diques para controlar las crecidas estacionales de los ríos. Ello favoreció la producción masiva de cereal, la aparición de excedentes destinados a la comercialización y, en fin, un crecimiento demográfico sostenido, que dio lugar a poblados cada vez más nutridos y, en último término, a auténticas ciudades.
En todo este proceso se observan en Mesopotamia tres culturas principales que en parte son contemporáneas: las de Hassuna, Samarra y Halaf, así llamadas por el yacimiento principal de cada una. La cultura de Hassuna, en la alta Mesopotamia, corresponde a los primeros desplazamientos de población desde las tierras altas a las bajas. Los poblados estaban formados por casas de forma rectangular, bastante regulares, y sus habitantes se dedicaban a la agricultura de secano, la ganadería y también a la caza. Se ha documentado el uso del metal, concretamente del cobre, y la presencia de materiales como la obsidiana o el cristal de roca, lo que prueba la existencia de amplios contactos comerciales en el Próximo Oriente.
La cultura de Samarra, por su parte, se desarrolló en una zona más meridional, en la que se practicaba ya la agricultura
mediante irrigación. La población se concentraba en pequeñas aldeas, pero también encontramos un enclave de mayores dimensiones, Tell es-Sawwan, con una arquitectura más compleja. Las casas estaban construidas con adobes regulares, hechos con molde y reforzados en el exterior, una característica que perdurará en las ciudades mesopotámicas. Además, el poblado estaba rodeado por una muralla defensiva y contaba con una cerámica decorada notablemente elaborada.
En Choga Mami se ha hallado otro núcleo de dimensiones también importantes, con una población en torno al millar de personas; insuficiente, sin embargo, para hablar de una ciudad. Lo mismo puede decirse de los poblados de la cultura de Halaf, que sustituyó a la de Hassuna en el norte de Mesopotamia y cuya característica cerámica, de enorme calidad, se ha hallado en Irak y Siria. Sus asentamientos, como el de Arpachiyah, estaban formados por viviendas pequeñas de planta circular que no superaban los doscientos habitantes.
En torno a 4500 a.C. surgió en el norte de Mesopotamia, sustituyendo a la cultura de Halaf, una nueva cultura, la de Obeid, que se expandiría ampliamente hacia el sur. Su nombre procede del yacimiento de Tell el-Obeid, pero hoy sabemos que su origen se encuentra en Eridu, un lugar habitado al menos desde 5000 a.C. Según el mito mesopotámico del diluvio, Eridu aparece como la primera de las ciudades antediluvianas: «Después de que la realeza descendiera del cielo, ésta residía en Eridu». En una composición posterior, conocida como el Génesis de Eridu, la ciudad es mencionada de nuevo como la más antigua de todas las urbes, planificada por los dioses y sede del dios Enki.
En todo este proceso se observan en Mesopotamia tres culturas principales que en parte son contemporáneas: las de Hassuna, Samarra y Halaf, así llamadas por el yacimiento principal de cada una. La cultura de Hassuna, en la alta Mesopotamia, corresponde a los primeros desplazamientos de población desde las tierras altas a las bajas. Los poblados estaban formados por casas de forma rectangular, bastante regulares, y sus habitantes se dedicaban a la agricultura de secano, la ganadería y también a la caza. Se ha documentado el uso del metal, concretamente del cobre, y la presencia de materiales como la obsidiana o el cristal de roca, lo que prueba la existencia de amplios contactos comerciales en el Próximo Oriente.
La cultura de Samarra, por su parte, se desarrolló en una zona más meridional, en la que se practicaba ya la agricultura
mediante irrigación. La población se concentraba en pequeñas aldeas, pero también encontramos un enclave de mayores dimensiones, Tell es-Sawwan, con una arquitectura más compleja. Las casas estaban construidas con adobes regulares, hechos con molde y reforzados en el exterior, una característica que perdurará en las ciudades mesopotámicas. Además, el poblado estaba rodeado por una muralla defensiva y contaba con una cerámica decorada notablemente elaborada.
En Choga Mami se ha hallado otro núcleo de dimensiones también importantes, con una población en torno al millar de personas; insuficiente, sin embargo, para hablar de una ciudad. Lo mismo puede decirse de los poblados de la cultura de Halaf, que sustituyó a la de Hassuna en el norte de Mesopotamia y cuya característica cerámica, de enorme calidad, se ha hallado en Irak y Siria. Sus asentamientos, como el de Arpachiyah, estaban formados por viviendas pequeñas de planta circular que no superaban los doscientos habitantes.
En torno a 4500 a.C. surgió en el norte de Mesopotamia, sustituyendo a la cultura de Halaf, una nueva cultura, la de Obeid, que se expandiría ampliamente hacia el sur. Su nombre procede del yacimiento de Tell el-Obeid, pero hoy sabemos que su origen se encuentra en Eridu, un lugar habitado al menos desde 5000 a.C. Según el mito mesopotámico del diluvio, Eridu aparece como la primera de las ciudades antediluvianas: «Después de que la realeza descendiera del cielo, ésta residía en Eridu». En una composición posterior, conocida como el Génesis de Eridu, la ciudad es mencionada de nuevo como la más antigua de todas las urbes, planificada por los dioses y sede del dios Enki.
La primera metrópoli
Con una población entre 2.000 y 4.000 personas, Eridu era ciertamente más que una aldea, pero no alcanzaba aún las dimensiones de las ciudades que pronto surgirían. Quizás el recuerdo milenario de Eridu como una ciudad de gran antigüedad se debe a su especial significación religiosa, pues fue allí donde nacieron los primeros templos, recintos monumentales dedicados exclusivamente al culto, con mesas de ofrendas y cerámica de calidad, y que se consideran el precedente de los zigurats mesopotámicos.
Tras el largo período de pervivencia de la cultura de Obeid –unos mil quinientos años–, germinó al fin la primera experiencia urbana completa, durante el llamado período de Uruk (3500-2900 a.C.). Fue entonces cuando en la baja Mesopotamia se creó una completa red de canales que permitió una expansión económica y demográfica sin precedentes, así como la aparición de sociedades jerarquizadas, dominadas por burócratas y sacerdotes que controlaban los recursos. Sin duda, fue una época de grandes transformaciones: se desarrolló la escritura, surgieron sistemas religiosos completos y, sobre todo, aparecieron las primeras ciudades de la historia propiamente dichas.
La principal de ellas fue Uruk. Se trata de un asentamiento que ya había sido ocupado en el período de Obeid, aunque entonces sus dimensiones eran modestas. Durante el período de Uruk, el núcleo creció rápidamente, hasta alcanzar los 10.000 habitantes, cifra que hacia 2700 a.C. ascendió a entre 50.000 y 80.000. En su extenso término, con una superficie de 400 hectáreas y rodeado por una muralla de diez kilómetros de longitud, se han hallado diversos recintos sagrados de grandes proporciones, así como un zigurat.
Uruk, y poco después los grandes núcleos sumerios de la baja Mesopotamia, alumbraron así la primera experiencia completa de vida urbana de la historia, un proceso que enseguida se extendería por amplias regiones del Próximo Oriente –como muestran el yacimiento sirio de Tell Brak, el turco de Arslantepe y el iraní de Susa– y transformaría para siempre el curso de la civilización.
Tras el largo período de pervivencia de la cultura de Obeid –unos mil quinientos años–, germinó al fin la primera experiencia urbana completa, durante el llamado período de Uruk (3500-2900 a.C.). Fue entonces cuando en la baja Mesopotamia se creó una completa red de canales que permitió una expansión económica y demográfica sin precedentes, así como la aparición de sociedades jerarquizadas, dominadas por burócratas y sacerdotes que controlaban los recursos. Sin duda, fue una época de grandes transformaciones: se desarrolló la escritura, surgieron sistemas religiosos completos y, sobre todo, aparecieron las primeras ciudades de la historia propiamente dichas.
La principal de ellas fue Uruk. Se trata de un asentamiento que ya había sido ocupado en el período de Obeid, aunque entonces sus dimensiones eran modestas. Durante el período de Uruk, el núcleo creció rápidamente, hasta alcanzar los 10.000 habitantes, cifra que hacia 2700 a.C. ascendió a entre 50.000 y 80.000. En su extenso término, con una superficie de 400 hectáreas y rodeado por una muralla de diez kilómetros de longitud, se han hallado diversos recintos sagrados de grandes proporciones, así como un zigurat.
Uruk, y poco después los grandes núcleos sumerios de la baja Mesopotamia, alumbraron así la primera experiencia completa de vida urbana de la historia, un proceso que enseguida se extendería por amplias regiones del Próximo Oriente –como muestran el yacimiento sirio de Tell Brak, el turco de Arslantepe y el iraní de Susa– y transformaría para siempre el curso de la civilización.
Para saber más
Mario Liverani. El antiguo Oriente. Crítica, Barcelona, 2008.
Los orígenes de la civilización. Charles L. Redman. Crítica, Barcelona, 1990.
Los orígenes de la civilización. Charles L. Redman. Crítica, Barcelona, 1990.
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