La última vez que Kelly Martínez dio a luz por encargo fue en enero del año pasado, en Custer, un pueblo de Dakota del Sur con poco más de 2.000 habitantes.Kelly entonces tenía 31 años y sobrada experiencia: llevaba tiempo alquilando su vientre. Lo había hecho dos veces. Con 20 años tuvo su primer embarazo. «No me tomaba esto como un trabajo, me gustaba estar embarazada, jamás he pensado que estaba comerciando con mi cuerpo», justifica Kelly desde el otro lado del Atlántico, recordando que en aquella época había dejado los estudios para poder ayudar a su madre, en quimioterapia por un cáncer.
De aquella gestación, por encargo de una pareja de homosexuales franceses, nacerían dos niños. Kelly repetiría y más adelante daría a luz a un bebé para una mujer que no podía ser madre. Y, un par de años después, a principios de enero de 2016, volvería a pisar el paritorio por encargo de un joven matrimonio madrileño, Mar y David, ambos con 41 años, ella profesora de Primaria y él empresario. Fue su tercer vientre de alquiler y último, «ya no habrá más».
Lo que en principio iba a ser una historia con final feliz terminó en una guerra entre la madre biológica (Kelly) y los padres españoles. Los problemas comenzaron con la primera ecografía. En camino venían dos niños varones. Y, según cuenta Kelly, la noticia no encajó bien con las expectativas del matrimonio. «Me dijeron: "¿Cómo que esperas dos niños?"». «La madre no lo aceptaba porque, previamente a mi embarazo, ellos habían pagado un tratamiento de selección de embriones, pero yo no sabía que eso se podía hacer».
Y añade Martínez: «Al parecer el embrión de la niña no fue arriba en mi útero y el del niño se dividió de forma natural dando lugar a dos varones. Los españoles se enfadaron muchísimo y me mandaron repetir la ecografía. La madre todos los días me preguntaba cómo estaba hasta que de repente dejó de hacerlo. Así que al ver esa reacción, empecé a desarrollar un vínculo especial con las criaturas que aún estaban en mi vientre, porque algo me decía que, tras su nacimiento, no se los iban a quedar».
Llevaba 35 semanas de embarazo cuando los riñones y el hígado empezaron a fallarle. En el hospital descubrieron que Kelly padecía preclampsia, una enfermedad propia de las mujeres embarazadas que se caracteriza por la aparición de hipertensión arterial y proteinuria, es decir, presencia de proteínas en la orina que daña los riñones principalmente y otros órganos como el hígado y el cerebro y también la propia sangre. Las complicaciones pueden llegar a poner en peligro la vida de la madre y del feto.
Pasado el susto, ya en la puerta del paritorio, la madre española le preguntó de nuevo: «¿De verdad son dos niños?». «Me he sentido explotada por ellos», lamenta la americana.
A ella le pagaron los 35.000 euros que estipulaba el contrato cuenta pero no los gastos del tratamiento, que ascienden a 9.500 euros. Cantidad que Kelly le reclama a la familia española.
Tras esta experiencia su postura ante los vientres de alquiler ha cambiado radicalmente. «Jamás volveré a hacerlo, los niños son las víctimas de esto. Sufro todos los días por no saber nada de ellos. No me di cuenta del vínculo que se crea con ellos hasta que estuve enferma en el hospital y vi que los padres no los querían», explica.
Su historia llegó hasta la presidenta del Centro de Bioética y Cultura de EEUU, Jennifer Lahl, quien la ha ayudado en todo el proceso y le ha servido de psicóloga.Y también de intermediaria con la agencia Family Source Consultants, de maternidad subrogada, para reclamar esos 9.500 euros de la deuda.
La vida de Kelly es hoy muy diferente a la de aquella joven que alquiló su vientre con 20 años motivada por el dinero. Hoy en día recorre el mundo con la plataforma Stop Surrogacy Now, dando charlas para concienciar de que los vientres de alquiler pueden generar problemas.
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